TIME LOST:

LA MARAVILLOSA SORDIDEZ PERDIDA DEL BORA BORA.

Hubo un tiempo en el que por Playa den Bossa no circulaban descapotables, un tiempo en el que los restaurantes no elaboraban sofisticadas cartas, un tiempo en el que las marcas de tu outfit no importaban una mierda, un tiempo en el que se pagaba con monedas y billetes arrugados en vez de tarjetas de platino. Ahora vivimos una época de corrección, de reglas establecidas, de selfies petulantes, donde la apariencia de pulcritud asfixia cualquier expresión que se desvíe un milímetro de lo políticamente correcto. Por eso cuando recuerdo cómo era el Bora Bora en los primeros años del siglo XXI, no puedo evitar que una sonrisa picarona ilumine mi cara. Si viviste lo que sucedía en Playa den Bossa en aquel tiempo, sabes perfectamente de lo que estoy hablando.

Aquella calle de fachadas desconchadas, de olor a vegetación húmeda, repleta de comercios empapelados con carteles clubbing y de bares sudorosos de dudosa reputación. Un cuadro expresionista colorido y alocado que daba cobijo a los intrépidos outsiders que viajaban a Ibiza sin recursos, ansiosos de experimentar la leyenda de la isla. Y el epicentro de aquella jungla, el punto de reunión de aquellos inadaptados que huían del glamour y de las miradas recelosas de la gente de bien, era sin duda alguna el Bora Bora.., o el Bora como la mayoría de nosotros lo llamábamos.

Para un voyeur de la condición humana y de la diversidad como yo, aquel desfile bizarro e intoxicado era puro oro. En pocos metros cuadrados podías encontrar un retablo de personajes a cada cuál más interesante. Desde turistas desnortados dando rienda suelta a su falta de complejos, buscavidas profesionales de tercera división, chavales y chavalas que salían por primera vez de su pueblo y no podían cerrar sus bocas por lo que estaban viendo, aspirantes a estrellas electrónicas en busca de su primera oportunidad y futuros yonkis que aún no sabían el destino que les esperaba.

Aquella pequeña calle sin nombre de acceso al Bora Bora era una olla a presión de hormonas en las que los relaciones públicas de todos los clubs se apelotonaban blandiendo las pulseras de papel que te abrían la puerta de los templos ibicencos. Una calle en la que se cerraban todo tipo de tratos, en la que los billetes cambiaban de mano a la velocidad de la luz, en la que arrancaban muchos sueños y muchas pesadillas y en la que la policía hacia acto de presencia por el qué dirán. Una calle sin nombre repleta de huellas de Hawainas de imitación, de latas de bebidas energéticas, de sonrisas químicas, y del sonido electrónico más contundente que traspasaba la puerta de entrada al Bora Bora.

Más interesante que lo que ocurría dentro, las historias más estimulantes eran las que sucedían en la playa. Paraíso del botellón barato, en el que los asientos aterciopelados de diseño de las zonas vip se transformaban en pareos de mercadillo, en el que el humo espeso de Chagüen rulaba sin problemas, en el que la pista de baile era simplemente arena sin procesar. Mientras tronaba la música y las olas rompían discretamente, en las inmediaciones del Bora decenas de historias paralelas se entrelazaban. Romances espontáneos, camaradería con cerveza, trapicheos adulterados, bailes descoordinados, planes para arreglar el mundo y estrategias con las que hacer de una noche ibicenca un recuerdo imborrable.

Para muchos aquel Bora Bora era chabacano, carente de clase, incivilizado, tóxico, cutre, indecente e incluso peligroso. Puede que tengan razón, no se puede afirmar que aquel contexto era un paraíso de pulcritud y de actitudes cívicas. Pero en cierto modo aquel caos, aquella anarquía, te mostraba una sociedad sin filtros y sin tapujos. Porque en nuestra vida no todo es “bonito”, no todo es correcto, no todo es limpio. Ocultar nuestras miserias, nuestras carencias y nuestras excentricidades nos hace más débiles, más vulnerables cuando nos abofetee la cruda realidad. Porque no hay nada peor que vivir en una ilusión edulcorada repleta de unicornios, flores de colores y perfumes exquisitos que enmascaren la podredumbre que subyace en el interior de todas las sociedades.

El Bora Bora desaparecerá tras este verano y solo nos quedará un vago recuerdo que poco a poco se difuminará en el tiempo. Su nombre servirá para que los que ya calzamos canas recordemos nuestra juventud más loca, para que no olvidemos que hubo un tiempo en la isla en el que la diversión fue realmente democrática, en el que tu condición social y económica no era relevante si deseabas vivir el sueño de Ibiza.