TIME LOST:

EL AUTOESTOPISTA EXTINTO DE IBIZA

¿Hacemos dedo? Esta pregunta tan común en Ibiza no hace tantos años ha dejado poco a poco de tener sentido hasta desaparecer casi totalmente del vocabulario tanto de residentes como de turistas. Porque por las carreteras ibicencas hace tiempo que la figura del autoestopista se ha extinguido, convirtiendo las cunetas en parajes vacíos de vida y aburridos. Hubo una época que eran pasarelas coloridas, refugio de sonrisas químicas en busca de transporte y prólogo de un libro de aventuras con final incierto. Los autoestopistas sucumbieron en Ibiza víctimas del progreso, y de las leyes de los hombres. Pero sobre todo no pudieron sobrevivir debido al culto a lo individual que vive la isla, a la pérdida del sentimiento de comunidad que reinó durante décadas y que resultaba esencial para su existencia.

Seguramente el primer autoestopista ibicenco fue un payés del norte, que esperaba en los caminos el paso de algún carro que le acercará a la capital. Un día de trayecto en el mejor de los casos. Pero los que dieron sentido al termino autoestop fueron sin duda alguna los peluts, los hippies de los años 60, que llegaron en peregrinación a la tierra prometida. Fueron ellos los que ocupaban las carreteras vestidos de flores y sonrisas esperando el paso de cualquier tipo de vehículo para avanzar aunque solo fueran unos kilómetros. Si tenías un coche o una furgoneta en aquellos años sabías que dentro de tus obligaciones entraba recoger a cualquier ser humano que te encontrarás por el camino, independientemente de su raza, sexo o aspecto físico.

Cuando llegué a Ibiza  a principios del siglo XXI aquella tradición se mantenía, licuada por el paso del tiempo, pero aún arraigada en el ADN local. Además tuve la suerte de vivir unos años en Sant Joan, y aquella carretera en un constante deambular de todo tipo de personajes haciendo el gesto de ¿me llevas porfa? Primero en el Clio granate y posteriormente en el Seat Ibiza blanco, tuve la inmensa fortuna de vivir encuentros surrealistas y de recoger a perfiles de personas completamente diferentes. Viejos hippies, aspirantes a nuevos hippies, familias jóvenes de turistas  extranjeros en busca de la verdadera Ibiza, payeses camino de la playa, jóvenes acelerados y despeinados a la caza del after, camareros de hoteles recónditos para guiris, e incluso un yonki sexagenario en rehabilitación que tras contarme su vida me pidió que meara en el botecito que debía entregar para su libertad condicional. Un montón de historias y de vidas que para un vampiro emocional como yo, suponían un banco de sangre ilimitado.

En un contexto como este no existían los taxis piratas, ni Uber, ni nada por el estilo. Lógico, ¿quién querría pagar pudiendo conseguir transporte gratis? Con una pizca de caradura y una sonrisa podías conseguir viajar de club en club sin problemas. Pero la vida perfecta en el paraíso dura poco. El tipo de turista y el tipo de turismo cambió, todo pasó a tener un precio en la isla. Los chavales con la cartera vacía resultaban menos interesantes que los millonarios atracando en el puerto con sus mega yates, dispuestos a gastar cualquier cantidad de dinero que les garantizara exclusividad. Y la exclusividad es el cáncer de la comunidad, porque busca por todos los medios el bien individual ante el bien colectivo.

Enormes y brillantes coches de lujo conducidos por hombres acomplejados por su micro pene, circulan por las carreteras ibicencas. Bestias mecánicas que no pueden circular a más de 100km hora por ningún tramo de la isla, se pasean mostrando sus crines enceradas como en un ritual de apareamiento, intentando demostrar su poderío cuando lo único que demuestran es su profunda estupidez. Idiotas al volante de un Ferrari descapotable con una tía drogada y desnuda en la parte de atrás, que se enorgullecen de sus vacaciones en Ibiza en Instagram  y de haber salido en los noticieros de medio mundo. Este es por desgracia el nivel actual.

Seguramente en un rincón apartado de la isla donde aún huele a pino pitiuso, como el Yeti en las montañas del Tibet, podremos encontrar a los últimos autoestopistas ibicencos. Caminando con sus alpargatas de esparto por el arcén, mirando cada poco hacia atrás, escudriñando en la imagen vidriosa que forma el calor y el asfalto, en busca de un alma piadosa motorizada que les acerque a su destino.., cualquiera que éste sea.

 

Jonathan Gutierrez