TIME LOST:

LA ISLA AL FINAL DEL ARCO IRIS.

Esta semana en todos los informativos y en los foros de opinión nos hemos encontrado con noticias sobre graves agresiones a personas pertenecientes al colectivo LGTBI. Una serie de hechos que desgraciadamente se están convirtiendo en tendencia y que demuestran que nuestra sociedad por desgracia sigue contaminada por el odio al diferente. Un paso atrás en lo que venía siendo una sana normalidad de convivencia y de respeto. Tras siglos de persecución y menosprecio, los gays, lesbianas y transexuales habían conseguido un merecido reconocimiento y una legislación que protegía sus derechos. Para las nuevas generaciones es algo normal ya que han nacido en un contexto de tolerancia, los que nacimos y crecimos en el post franquismo no olvidamos cómo de diferente eran las cosas en aquellos años.

Para un chaval como yo, que vivía y crecía en una pequeña ciudad como León, estos colectivos eran excepciones, minorías exóticas que vivían de manera clandestina y que raramente se relacionaban con el resto de la sociedad. En nuestro lenguaje, los nombres de estos colectivos eran utilizados como armas para el desprecio y para la burla. Si alguien te llamaba maricón era una ofensa grosera que solía acabar en pelea a puñetazos. Afortunadamente la educación que recibí me enseñó que la tolerancia era el camino, que aquellas personas señaladas y que caminaban por las calles con la cabeza gacha no merecían ese trato. Pasé del desconocimiento a un sentimiento peor y más humillante: la pena. Me daba pena su situación, me daba pena que tuvieran que reunirse como si vivieran en guetos, me daba pena que no pudieran caminar con orgullo por la calle y me daba pena cada vez que la palabra mariquita o tortillera se utilizaba como arma arrojadiza. Cuando llegué a Ibiza a principios del siglo XXI conocí una realidad diferente, una realidad que me dejó en shock y que me hizo ver que la posibilidad de una convivencia normal era posible. En mi vida jamás había sido testigo de ese orgullo, de esas sonrisas infinitas, jamás había visto a dos hombres caminar de la mano y menos besarse apasionadamente a plena luz del día.

Mientras que en la mayoría del mundo el colectivo LGTBI eran bichos raros, en Ibiza eran los putos amos. Antes de que existiera Chueca o Sitges, Ibiza se había convertido en su refugio, en uno de los pocos lugares donde podían caminar sin complejos. Nadie les radiografiaba con la mirada, nadie les señalaba, nadie se apartaba de ellos, por fin eran libres y felices, conscientes de que en aquella pequeña isla podían aspirar a lo mismo que el resto. Era una gozada caminar por el puerto, por Dalt Vila y por la Calle de la Virgen viendo a gays, lesbianas y transexuales de todas las razas y nacionalidades felices, con una sonrisa de oreja a oreja, despreocupados e integrados en una sociedad heterosexual que no solo les toleraba, si no que les admiraba y les respetaba por sus valores. Una de las calas favoritas a las que Susi y yo íbamos siempre que podíamos era Cala Pluma en Las Salinas, un diminuto arenal de aguas transparentes lleno de hombres que amaban a otros hombres. Ni una sola vez nos sentimos observados, ni una sola vez sentimos miradas de extrañeza cuando nos besábamos en nuestro pareo tailandés.

Pocos lugares han hecho más por estos colectivos que los clubs de Ibiza. Bajo sus techos se respiraba una inclusión que difícilmente se encontraba en otros lugares del mundo, ya que entre sus paredes daba igual tu identidad sexual o tu género. Todos formábamos parte de un mismo equipo, todos desprendíamos una energía de amor y felicidad que arrinconaba a los tabús forjados por siglos de discriminación. Todos navegábamos en la misma ola, mecidos por la música electrónica. Por eso resulta hiriente ver cómo ahora se les menosprecia, como se les ataca y como no se les reconoce su aportación decisiva al crecimiento de la tolerancia en nuestra sociedad. La izquierda inquisitoria de la isla que trata de acabar con los clubs, los intransigentes amantes de los algarrobos del PROU que duermen en sus habitaciones junto a un poster de Mao, los acólitos de Armengol, ninguno de estos autodenominados progresistas han hecho más por los colectivos LGTBI que las discotecas de Ibiza.

Hubo un tiempo en el que los “diferentes” comenzaron a caminar por el arco iris en busca de la felicidad, un viaje largo y tortuoso lleno de insultos, de menosprecios, de discriminación y vejaciones. Los que resistieron, los que lucharon por no abandonar aquella vereda repleta de colorido obtuvieron su recompensa. Exhaustos y sedientos de respeto llegaron al final de ese arco iris y se encontraron con una isla llamada Ibiza. Y su vida al fin cobró sentido.

Jonatan Gutierrez.